La crisis que padecemos no la ha generado
el mercado de trabajo.
Sin embargo, se descarga sobre la
mayoría, trabajadores y parados, no sólo sus fatales consecuencias sino también
el peso de la culpabilidad sobre aquella, dejando impunes por el contrario a
sus verdaderos causantes.
El empleo -el mundo de trabajo- que nada tuvo que ver
en el origen de la actual crisis generada en 2008 por el sistema financiero -el capital- tiene que pagar los platos
rotos del festín de la minoría de privilegiados, la factura de la juerga que se
corrieron a nuestra costa y que el estado, de nuevo con nuestro dinero, tuvo
que venir a socorrer.
Un fenomenal ejercicio de
sarcasmo que tendría su gracia si no afectara a más de 5 millones de parados en
este país y dejara temblando al resto, atenazado como está por el miedo. Lo que
demuestra que una mentira repetida mil veces se convierte en verdad y ésta se
acaba creyendo, si es hábilmente manipulada por los medios de comunicación y
propaganda al servicio de los que nunca pierden.
En este contexto aparece el RDL
(real decreto ley) 3/2012, la reforma del mercado laboral promovida por el
gobierno del PP que nos impone en España ese traje legal hecho a la medida del nuevo capitalismo. Podemos
aceptarlo como un trágala de resignación, con fatalismo o, por el contrario, rebelarnos
ante algo mendaz y tremendamente injusto. No hay puntos intermedios.
En primer lugar, tendríamos que
decir que la reforma asume fielmente los dictados de los mercados y la patronal,
ya anunciados por las reformas precedentes de los años 2010 y 2011 del anterior
gobierno del PSOE, que poco hizo por evitar el desastre.
En segundo lugar, éste de extrema
gravedad, por todo lo que supone la reforma en cuanto a la ruptura del pacto
laboral entre las fuerzas del trabajo y las del capital y que de un soplo se va
al garete.
Nuestro propósito es tratar en
este panel monográfico los diferentes aspectos que conlleva la reforma laboral,
sus consecuencias en las relaciones laborales, la devaluación de la negociación
colectiva, la facilitación del despido, la precarización del empleo y de la
contratación… y, en fin, la merma de derechos que eran, hasta ayer, considerados
fundamentales para el trabajador, algunos recogidos en la Constitución.
Habría que recordar que en nuestra
sociedad, con un tardío e imperfecto estado del bienestar, los derechos no fueron
producto de una concesión gratuita por parte de las fuerzas del capital o del
estado, sino conseguidos tras severos esfuerzos por parte del mundo del trabajo
desde el inicio del capitalismo. Y esto hizo mejor nuestra sociedad.
Si antes avanzamos lento, ahora regresamos
rápidamente, porque el equilibrio de fuerzas simbolizado por el balancín del
pacto queda ahora súbitamente anclado de un lado, a merced del peso y la
intransigencia del niño gordo; mientras del otro lado, su contraparte ligera y
desvalida, casi suspendida en el aire, queda desprotegida ante una correlación
de fuerzas tan desigual y desproporcionada.
Pero, por lo demás, lo que ahora resulta
definitivo, es que la reforma se nos vende como el bálsamo de Fierabrás, la
purga de Benito que aplicada al enfermo convenientemente -la decaída economía
española- logrará sin ningún asomo de dudas por parte de los médicos del
gobierno, aunque para sorpresa del propio enfermo, su pronta recuperación.
Es decir, lo que llaman obscenamente
retomar la senda de un crecimiento económico imposible.