martes, 13 de febrero de 2018

#MeToo

Del espíritu gregario...
 Leo en la prensa el siguiente texto:
....El atracador apuñaló al cajero, Manuel Pérez, la víctima quedó tendida en el suelo...
Se nos hace muy simpático discernir ahora sobre esta ironía del género representado en el párvulo relato periodístico anterior: Cajero y víctima son la misma persona, Manuel. Como cajero (ocupación mayoritariamente femenina) el género es masculino y como víctima de apuñalamiento Manuel se convierte en femenino. Curioso caso de transgénero. Y nadie debe rasgarse las vestiduras por ello. No es para tanto. Este es el motivo por el que ahora viene otro caso, personal, en el que seré mas prolijo: 
No hace mucho tiempo asistí a un congreso internacional, no hace falta especificar los detalles, que irán surgiendo. Durante tres días grupos de distinta procedencia debaten y conviven en la misma instalación, un internado religioso de la sierra de Madrid.
Hay un ambiente de franca y honesta camaradería, absolutamente comprensible en un encuentro de tales características. En la tertulia informal de la noche previo a la retirada a las habitaciones me quedo charlando mientras fumamos aguantando el intenso frío del portal con un grupo de jóvenes franceses/as: situaciones diversas de aquí y de allá, por ejemplo la situación de los emigrantes en los pasos de Calais y estrecho de Gibraltar, etc.
Recuerdo los integrantes de la tertulia, excluyéndome: una pareja de (¡curioso!) cajeros en la cadena de hipermercados Lidl, él de origen italiano, ella de origen argelino; otros dos de Toulouse, uno de ellos de origen español, que hablaba bastante bien el español, de pelo largo; otro, trabajador social creo, de Lille, norte de Francia; y otras dos profesoras, una joven de Lorena y otra, algo mayor, de Lyon, que también hablaban algo de español.
¡Hasta mañana! de la forma más afable, nos despedimos.
Por la mañana al término del desayuno me vuelvo a encontrar con el mismo grupo, ampliado, en la mesa contigua. Les saludo con franca simpatía a casi todas las personas que conozco, de la manera que para mí es del todo natural. Es un saludo individual y público: estrechamiento de manos o besos en las mejillas. Reconozco que puede parecer atrevido por mi parte en el caso de los besos pero no percibo nada raro, les dejo con un luego nos vemos, vale. Bien, mi sorpresa (y mi bochorno) viene a continuación.
En el plenario siguiente, que trata sobre el machismo en el entorno laboral y sindical, una de las personas ponentes que se presenta a sí misma como veterana y creo que reconocida luchadora feminista (que debía estar sin duda presente en aquella mesa del desayuno y de cuya presencia no me había percatado, ni por tanto, tampoco saludado) no tiene el menor empacho en empezar su ponencia describiendo lo sucedido unos minutos antes en el comedor como un ejemplar suceso de acoso machista sufrido por una compañera la cual, por cierto, no había dicho nada al respecto, ni sabido reaccionar. Desde luego, tras la denuncia de la veterana protectora de la joven profesora, ésta ya no vuelve a mirarme ni a decirme mas nada.
No es una acusación personificada pero es obvio que se refería a mi actuación y con ello quería demostrar la oportuna solidaridad hacia la compañera, ejemplificada como mujer acosada. Miro al grupo aludido, sentado unas filas delante de mí y noto una mirada de soslayo acusatoria por parte de la chica de Lyon, que ya mencioné estuvo por la noche. Creo que ésta no había recibido la efusión de mi saludo en el efímero encuentro matinal; sí en cambio, además de los varones, la argelina y también la chica de Lorena, la cual ya hemos dicho no volvería a mirarme en el curso de la estancia, ni yo ya me atrevería a acercarme.
Me pregunto: ¿Es este el justo castigo en respuesta a mi gesto público de afecto? ¿soy yo el representante de ese macho enemigo, potencial o efectivo acosador? Me quedo fuera de juego, obstruido, durante toda la mañana y tardo en reaccionar. Me decido finalmente a comentárselo a dos compañeras españolas de la mesa de educación que había conocido en la jornada anterior:
-Oye Isabel, el acosador del que ha hablado la francesa a primera hora de la mañana era yo.
Lo hago con el convencimiento de encontrar algún tipo de consuelo y para contrastar la bondad, o no, de la idea que se me había ocurrido y paso a referirle. Responder a la denuncia pública, aunque fuera dirigida de modo anónimo, pero hecha con clara intención acusatoria y por tanto, por sentirme aludido en su denuncia. Quería, en suma, pedir la palabra en el siguiente plenario de la tarde para acusarme a mí mismo de ser ese anónimo, detestable y ejemplar acosador machista, que se sienta, desayuna y toma café con todos Vds. en los descansos, que hace chistes y habla con todos y fuma cigarrillos liados, que ese machista acosador era yo.
¡No, quillo! me dice la de Cai, se ríe, no e para tanto. ¡No hagas eso, por dió, que nos arruinas el congreso!
Tenía razón. No lo hice, pero me quedé con las ganas de responder del mismo modo en que fui acusado, en público, a un ataque que creí oportunista por ventajista, desproporcionado y algo frívolo.
Mi reflexión fue la siguiente: 
¿Cómo la defensa de una causa justa y admirable se convierte en una expresión deformada y exagerada del orgullo feminista? ¿Por qué las aspiraciones feministas pueden desembocar si se dejan llevar por una deriva ciega y maximalista en una caza de brujas? Sé que no son estas las fechas más apropiadas ante la inminencia de una huelga de carácter feminista el próximo ocho de marzo, pero no está mal que dediquemos un tiempo en algún momento a reflexionar todos y todas sobre ello.
Tenía verdaderas ganas de hacer esta confesión. Lo he hecho, me quedo mas tranquilo.
He aprendido que no debo mostrar tanta liberalidad y confianza a la hora de repartir mis afectos. Lo siento,  no volverá a ocurrir.