nido esquinero |
Valentín Ginés
Valentín Ginés nos convocó a un debate sobre sus dos primeros libros el 4
de setiembre de 2001 a las 7 de la tarde en la "Galería 99" de Hervás, del otro lado del puente de la Fuente Chiquita, el café-taller de Abderamón que ya no existe. Ahotra dispongo de los recuerdos en perspectiva con más de tres lustros a la espalda. Sería un martes
cualquiera si no fuera porque una semana más tarde ocurrió el atentado
de las Torres Gemelas, que él vaticinó de un modo extraño.
Y lo hizo fiel a su estilo provocador, a través
de una de sus notas, deslizadas por la rendija de la puerta
en la calle Reconquista donde entonces residíamos. Nos tenía acostumbrados a sus notas crípticas:
Espero verte por allí para oír tu opinión, sea a favor, en contra o neutral (habrá caramelos para los pelotilleros) Dentro de una semana ya no habrá caramelos, ni se hablará de ellos.
Jo, qué tío, acertó! Y no se volvió a hablar de los caramelos. Las niñas eran muy pequeñas todavía. Él las llamaba ratitas, le gustaba hacerles rabiar. Durante ese verano, puntualmente como eran todas sus costumbres, cada mañana con la fresca el muy sinvergüenza instalaba en la calle peatonal su pequeño puesto bíblico
compuesto por una caja de cartón inversa, porque la volvía del revés, a modo de mesa de campaña y mostrador; además, su silla playera de pinza y su mochila llena de libros. Trataba de vender ejemplares de
sus dos primeras obras de terror entre los vecinos y turistas
desprevenidos, atraídos por el imán de sujeto tan pintoresco y por el
reclamo insuperable de alguna cajita de cerezas picota. A él le gustaba
hacerse el loco, que le compadecieran y a fe que lo lograba:
-Hervás, paseos, charlas y reflexiones- y -Hervás, la ternura del cerezo- eran sus dos prometedores títulos, como dos disparos certeros hacía el corazón del pueblo, a sus insignes personajes y a sus vivencias de cronista cargadas con toneladas de ironía destilada, ácida e irreverente...
Ambas obras autoeditadas por un sospechoso CEDI, acrónimo que no escondía el sospechoso "Centro de
Diálogo" que él mismo regentaba, no era otra cosa que una burda tapadera, un envoltorio en el que se
envolvía el primer gabinete psicológico amateur del pueblo, él no lo
sabía o sí? qué importa. Después vendrían otros.
Tras sus dos primeros atentados escritos, como él
mismo los definía, heraldos del talibanismo emocional todavía en estado puro, vinieron otras dos invectivas más, de menor calibre: Hervás, con los brazos abiertos (2002) más introspectiva, y
la última, podemos concluir, la que sería su póstumo legado manuscrito, aún inédito y reposante en manos albaceas que conozco...
Hemos dicho póstumo, si, porque lo damos por muerto y tuvo el buen gusto
de no despedirse de los demás, los que le tratamos con prodigalidad y en algún momento, incluso, llegamos a quererle. Desapareció como el que se va a por pan y
ya no vuelve, pero lo dejó todo para despedirse de verdad, en silencio y de forma muy preparada.
Dejo caer el bulo y cundió el rumor al cabo de unos meses de ausencia
de que se fue a un viaje oriental (sin retorno) que tomó un barco
ultramarino y que se plantó por el camino de la mar océana a compartir
sus sueños y pesadillas con sirenas y gorgonas.
En realidad, Valentín lo había dejado todo mucho tiempo antes cuando se marchó de Madrid y su trabajo de altos vuelos, Iberia, para someterse él mismo, por propia voluntad, a su propio exterminio emocional. Lo hizo en cámara lenta por medio de la terrible penitencia krisnamurtiana, que llevó a sus últimas consecuencias. Sin embargo, en algún momento, me confesó que sus humanas fuerzas flaqueaban, pero ya no pudo tomar el camino de vuelta, un camino al que había dedicado tanto tiempo despejar. Era tan sensible, tan aristocrático, su conversación tan genuina e iconoclasta, que no podías por menos que quererle. ¡Qué tío, qué patricia cabeza tenía! Pero terco, terco como una mula.
En realidad, Valentín lo había dejado todo mucho tiempo antes cuando se marchó de Madrid y su trabajo de altos vuelos, Iberia, para someterse él mismo, por propia voluntad, a su propio exterminio emocional. Lo hizo en cámara lenta por medio de la terrible penitencia krisnamurtiana, que llevó a sus últimas consecuencias. Sin embargo, en algún momento, me confesó que sus humanas fuerzas flaqueaban, pero ya no pudo tomar el camino de vuelta, un camino al que había dedicado tanto tiempo despejar. Era tan sensible, tan aristocrático, su conversación tan genuina e iconoclasta, que no podías por menos que quererle. ¡Qué tío, qué patricia cabeza tenía! Pero terco, terco como una mula.
La verdad es que nunca le faltó clientela a este gurú en su desenfrenada empresa
mayeútica; ya fueran sus víctimas los desprevenidos paisanos o los
forasteros despistados de esta villa singular del norte de Cáceres. Más que el diálogo que publicitaba en su CEDI lo
que a él le gustaba de verdad era tirar de la lengua a los demás,
llevarlos al frondoso jardín de las emociones donde enteramente se
deleitaba. Aprecié un cierto sadismo en este tipo de prácticas. Pincharles incisivamente allí
donde más dolía, extraerles a partir de preguntas, en apariencia ingenuas
o inocentonas, la ponzoña y el resentimiento que acarreaban de un modo
latente desde no sé sabe cuando. Era un maestro en esto, tiernamente
insoportable. Con lo que no contaba era con el peso de su propio sufrimiento.
Sufría como un bendito en soledad, no sufría porque le despreciaran, eso le importaba un pito. Le gustaba recibir visitas, llegó a apadrinar a algún pobre diablo, pero la
prueba total de la convivencia consigo mismo era la más dura. Creo que se dio
cuenta finalmente que le desbordaba.
Parece mentira, visto con tres lustros de distancia, cómo hasta su guarida los gentiles llegaban con tan sólo un risueño señuelo de unas letras pintadas por su mano en la parte baja de un muro de piedra, que previamente él había enjalbegado, en una esquina de "Las Esquinas Altas". Hoy, ya marchitas estas letras, aún se pueden apreciar los restos de cal de lo que fue un letrero reluciente. Todo esto era suficiente para conducir al caminante despistado que se dejaba llevar por la curiosidad siguiendo unas pistas dejadas cual juego infantil. Sucesivas flechas amarillas en piedras o en árboles del camino que desembocaba de repente en un callejón sin salida, donde se encontraba la casita del bosque en la que monásticamente vivía.
Parece mentira, visto con tres lustros de distancia, cómo hasta su guarida los gentiles llegaban con tan sólo un risueño señuelo de unas letras pintadas por su mano en la parte baja de un muro de piedra, que previamente él había enjalbegado, en una esquina de "Las Esquinas Altas". Hoy, ya marchitas estas letras, aún se pueden apreciar los restos de cal de lo que fue un letrero reluciente. Todo esto era suficiente para conducir al caminante despistado que se dejaba llevar por la curiosidad siguiendo unas pistas dejadas cual juego infantil. Sucesivas flechas amarillas en piedras o en árboles del camino que desembocaba de repente en un callejón sin salida, donde se encontraba la casita del bosque en la que monásticamente vivía.
El día anterior asistí a la sesión del cine-club hervasense. La película no podía ser otra: Dersu Uzalá, de la que conservo el cartel no sé dónde.