Nada de lo que hacemos es desinterasado, aunque lo parezca.
Si dedicamos algún esfuerzo en justificar nuestras obras pretendemos en el fondo explicar el interés que subyace y no confesamos.
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A pesar del dolor inequívoco que la vida tiene por costumbre regalarnos, aún nos restan malditas ganas para infringir castigo a todo aquello que creemos culposo que lo causó.
Tal es aquel resentimiento que el odio causa y que hace daño primero a su portador.
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El virtuoso ascensor social del capitalismo quebró cuerdas y poleas por donde los miserables se afanaban en subir. Aquellos que se instalaron en el ático no precisan ya del ascensor, llegan en helicóptero por decisión divina o estaban allí en lo alto de la torre desde los tiempos de la reconquista.
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